El laboratorio del colegio se escondía tras unas puertas
metálicas de color rojo a las que solo se podía acceder con la autorización del
profesor Melquíades. Por eso corrían leyendas sobre aquel lugar casi secreto,
que todos imaginaban con un sitio oscuro, lleno de probetas humeantes donde se
llevaban a cabo los más horrendos experimentos.
El profesor Melquíades, además de misterioso, tenía aquella
voz metálica, que parecía salida de un ordenador y que tan intrigados tenía a
todos los niños.
–¿No será un robot o un cyborg de esos que salen en los libros de ciencia ficción? Es imposible que alguien tenga una voz
así –decían algunos niños.
–¿Y os habéis fijado en la cara que pone cuando sale del
laboratorio?
–¡Es verdad! Como si no estuviera prestando atención a
nadie.
Los niños tenían razón, cuando el profesor Melquíades salía
de su laboratorio parecía como si su batería de robot se hubiera quedado vacía.
En los pasillos, en las aulas o en la sala de profesores siempre tenía aquella
cara de despistado, como si realmente no estuviera allí, sino pensando fórmulas
mágicas en su laboratorio. Nunca saludaba por los pasillos, ni tomaba café con
el resto de compañeros. Se quedaba entre sus probetas ideando nuevos
experimentos.
Quizá por eso, cuando en el último curso, los niños más
mayores comenzaron la clase de ciencias con el profesor Melquíades, todos
resoplaban con miedo.
–¡Yo no quiero entrar en ese laboratorio! –decían los más
miedicas.
–Seguro que nos convierte en ratas para luego experimentar
con nosotros –decían los más fantásticos.
Pero cuando aquella puerta de metal rojo se abrió y los
alumnos entraron, todos se quedaron sorprendidos al comprobar que aquel lugar
no se parecía en nada a lo que se habían imaginado. Para empezar, el laboratorio
era muy luminoso y no oscuro y tenebroso como todos se habían figurado. En las
estanterías había probetas, y botes llenos de líquidos de colores, pero todo
estaba en orden. El doctor Melquíades, sin gafas de protección, les pidió con su
voz metálica que se fueran sentando por grupos.
En cada mesa, y aquello sí que era extraordinario, había
objetos muy variopintos: huevos, miel, leche, un tornillo, aceite, un tomate,
una pelota de ping-pong, un naipe.
–Pero, ¿qué vamos a hacer con todo esto?
–¿Una tarta?
–¿Con un tornillo?
–A lo mejor es el tornillo que le falta al profesor
Melquíades.
Los niños empezaron a decir un montón de tonterías sin
pensar, hasta que el profesor Melquíades les mandó callar con su voz metálica.
–Vamos a comenzar nuestros experimentos. La ciencia es muy
importante para el mundo. Puede que no nos demos cuenta, pero todo lo que nos
rodea es ciencia. Y aunque todos pensáis que la ciencia es aburrida, o que da
miedo, hoy os demostraré que no tiene por qué serlo en absoluto.
El profesor Melquíades fue poco a poco explicando los pasos
para hacer distintos experimentos: unos huevos resistentes a todo tipo de
peso, otros que flotaban y no se
hundían jamás y líquidos que se colocaban unos encima de otros haciendo un
arcoíris. Los niños estaban fascinados.
Pero además de con los experimentos, los niños estaban muy sorprendidos con el
profesor Melquíades. El científico loco, que nunca saludaba en los pasillos,
que siempre parecía en otro mundo y que se reía como los malos de los dibujos
animados, era en realidad un profesor excelente. Disfrutaba tanto compartiendo
la ciencia con sus alumnos que cuando sonó la sirena que anunciaba el principio
del recreo, la mayoría de los niños estaban tan entusiasmados con los
experimentos que no querían salir al patio.
– Profesor Melquíades, explíquenos por qué ocurren todas estas
cosas maravillosas.
Y el profesor, con su voz metálica, habló a sus alumnos de
cosas rarísimas de las que nunca habían oído nada: la densidad de los cuerpos,
la presión del aire, la resistencia o la descomposición de la luz. Todos
estaban boquiabiertos.
Después de aquella clase llena de experimentos, llegaron
muchas otras. El profesor Melquíades, al que nunca más llamaron científico
loco, consiguió transmitir esa pasión por la ciencia a sus alumnos.
Con el
tiempo, alguno de ellos hasta se vistió con bata blanca y gafas de protección y
acabó trabajando en un laboratorio. Pero lo que no olvidaron ninguno fueron las
clases de ese profesor raro y con voz robótica que les enseñó que la ciencia,
aunque a veces no les prestemos demasiada atención, es fascinante y divertida
al mismo tiempo.Marta
Un cuento de lo más entretenido, me gusta.
ResponderEliminarGracias por leer nuestro blog.
EliminarSaludos.